::: EN UN DÍA PERDIDO UN HOMBRE ENCONTRADO. :::

Por: Rainier Céspedes Ramírez
Presidente Asociación Zua Quetzal,

Para La Educación Ambiental el Arte y la Cultura.




¿Qué sueña este hombre que labra la tierra como si fuera propia pero que no posee nada? ¿Es que ha pasado dos décadas entre libros para tener que coger las herramientas del campo como cualquier campesino?

Al atardecer ya no somos la estatua que se extasía en la entrada del sol, ya los ojos se pueden abrir más para ver de frente la parte del sueño que se pierde atrás de nosotros.

Fue cuando hicimos “mi primer compost” que Otto Hugo logró proporcionarme la experiencia en vivo de la comunión armoniosa con el suelo que pisamos.

Sí, este amigo mío ingeniero agrónomo especialista en agricultura orgánica, entre su jerga erudita, tranquila, positiva, campesino de alma, nato de estas tierras, tiene aspereza, dureza, es grosero y violento. Tal vez todos somos un poco así porque la cultura es nuestra nodriza común, pero no es ahí donde termina la altura de Otto Hugo.

Lo he visto crecer cuando busca en lo bajo, en los desposeídos y marginados, en las cárceles, en las tierras que otros tienen convertidas en basureros, en las escarpas que otros eluden como un problema, en las arideces que otros evitan.

Es en esos descensos hacia sus raíces de trabajador del campo, en la nativa humildad del suelo que ocupamos, que tiene todas las afinidades con la sabiduría ancestral, en el manejo del suelo con el sistema de terrazas en las cuales Otto Hugo es todo un capitán, el Capi Terrazas, es ahí cuando lo siento hecho hombre, cuando extrae alimentos sanos y limpios de una tierra que nuestra furia tiene convertida en basurero.

Otto es el primer hombre cuando entrena a otras personas en un camino de reconexión con el ciclo de la naturaleza por medio de la ruta de lo orgánico. Nos dio la magia cotidiana donde la muerte y la desintegración en el compost como en la vida se procesan para producir de nuevo la vida. Fue cuando los deshierbes y las limpias tuvieron el sentido, cuando vimos la relación y ya no tuvimos que llamar a ninguna planta “maleza” o “mala hierba”, sino al contrario las llamamos “buenazas”, pues nosotros cortábamos sin contemplación todas aquellas plantas y seres vivos con nuestras poderosas herramientas afiladas para vencer la resistencia vegetal, pero elaborando el compost nos conectábamos de nuevo con la vida.

Produjimos alimento para incorporar de nuevo al suelo y era por biodegradación, era por el camino de la pichera, de lo podrido, la podredumbre, el silencio de la muerte, lo más fangoso, grosero y descompuesto de repente habría de convertirse, acrisoladas con agua, radiación solar, calor y aire, en una sustancia al servicio de la vida, de la alimentación sana del ser humano. Allí Otto es todo un “niñero” como dicen cariñosamente en la calle a los bacanes, a los papás Noel criollos, él se preocuparía por los que no tienen alimento para su diario vivir, sueña la comunidad con la tierra, de hecho la trabaja y uno con él la trabaja como si fuera propia, aunque no tengamos ni un centímetro de papel que lo constate, en medio del delirio esquizoide de la sociedad de propietarios de la tierra que no logran apropiársela.

Con Otto comprendí la vida que sembraba al matar, al morir. También el compost tiene su punto y nos han faltado algunos ingredientes, pero esa obsesión de Otto por el alimento es lo que necesitamos para revertir esta ignominiosa dependencia donde ya casi todo lo que comemos lo estamos importando. Otto es el ejemplo vivo de un retrato particular, la resistencia a través de la permanencia en el buen sentido, el sentido de ser un hijo leal de la madre tierra, un montañero de lujo que ha dado un paso fundamental para que su pueblo lo pueda seguir, pues él, Otto, es también el camino, algo de la verdad y eso sí, brinda por la vida.